León de sombras

Mi Flor

#cuentosDelColapso

Desterrados, caminamos juntos buscando un sendero que nos lleve lejos. Necesitamos agua y, si se puede, algo de comida. Tuvimos que dejar nuestra comunidad porque no toleran nuestro amor. Ellos no entienden lo que puedo sentir por Flor, ella nunca me dice nada, creo que nació muda, pero puedo ver en sus ojos que me corresponde.

Encontré a Flor en un tianguis de carpas y, sin pensarlo mucho, me la llevé a mi casa. No sabía qué le gustaba comer o qué le gustaba hacer, pero me las ingenié para hacerla sentir bienvenida. Lo poco que gano me lo gasto en ella, otros juegan apuestas, yo sólo quiero estar con mi Flor.

Nuestro pueblo es muy tradicional, dicen que surgió de refugiados cuando llegó el colapso, pero ya hace mucho de eso, nadie lo sabe realmente. Lo que no se olvida nunca son las tradiciones. Hay fiestas muy bonitas, como cuando se hacen pequeños barcos que cargamos con velas y dejamos flotar sobre el charco que tenemos cerca, es una noche muy especial que celebra nuestra fundación.

Otras tradiciones no me gustan tanto, como las bodas, fiestas que duran varios días y que empiezan con el “remojón”. Bueno, si no lo conocen, el remojón es el ritual que tiene el pueblo en la noche de bodas. Cuando dos personas se casan, los novios instalan una gran carpa que se erige sobre tapancos y se llena de sillones y camas. En la noche de bodas ambos novios invitan a todo el pueblo y uno comparte su felicidad, así como se comparte una cama con uno, con ambos, o con quien se le haya puesto el ojo durante los últimos meses. Esa tradición es tan fuerte que nada está prohibido, da lo mismo llegar con un acompañante humano que con una mula. Cada quien elige lo que quiere hacer, oral, anal, orgía, en realidad sólo importa una cosa: el placer.

Cuando era joven, esa tradición me gustaba mucho, muchas veces organizábamos fiestas previas a la boda para planear nuestra satisfacción. El menos agraciado de los conocidos podría resultar en una gran sorpresa. Tal vez no sabía tocar un instrumento, tal vez no sabía cultivar comida, pero si era bueno en la cama, era uno de los primeros invitados.

Recuerdo que, cuando éramos adolescentes y todavía no conocíamos cuestiones carnales, invité a casa a una amiga a hacer una tarea. Fabiola acudió y, de forma espontánea, nuestras miradas dejaron de ser inocentes y se convirtieron en eléctricas. Nos conocíamos desde siempre, jugábamos juntos, pero ahora el acto de vernos nos supo distinto. Se nos formaron lazos invisibles de deseo que se alimentaron de nuestra respiración. Necesité besarla, lo había visto tantas veces en la calle, en casa, en todos lados, pero no sabía hacerlo. El deseo me empujaba cada vez más y me dejé llevar. Me acerqué a ella, mi corazón tocaba mis costillas con ritmo, mis manos temblaban y mi miedo se mezcló con mi necesidad de ella. Fabiola, con quien había jugado escondidillas, ahora me devolvía una mirada dilatada de deseo. Nos besamos, un beso muy malo, la mordí un poco y acabé con un hilo de saliva que nos escurrió de la barbilla. Aún así, con ese beso tan malo, sentí que necesitaba más, quería sentir su sexo, abrazar su cuerpo desnudo y gemir como sólo un montarasino puede hacerlo.

Una risa estalló de repente, la figura de mi madre se apartó de las sombras e invadió nuestro momento —Tontitos, no es así, no hay nada peor que un par de pollitos queriendo jugar a ser gavilanes. Lo bueno es que estoy aquí y les puedo enseñar antes de que ambos cuenten que su primera vez no les gustó— mamá se quitó un listón que sostenía su cabellera negra larga y se nos acercó despreocupadamente.

Quise decirle que quería aprender solo, que Fabiola era mía, que nos dejara en paz. Pero me sentí tan fuera de lugar que no supe qué hacer y sólo atiné a quedarme mudo.

Mamá se sentó en la cama con nosotros y me dijo: Mira mijo, así se besa, ten cuidado de no morderla y, después de acomodarse su larga cabellera negra a modo de liberar su rostro, subió su mano derecha por los hombros de Fabiola, recorrió su cuello y la guardó en la base de su cabello. Acercó sus labios cerrados a mi amiga y después de llenarse los pulmones con su aliento, le sembró un beso suave. Fabiola, al principio trémula, se relajó casi de inmediato, luego, como si tuvieran prisa, sus besos se aceleraron. Mi mamá se detuvo y me extendió la mano llamándome a unirme. Yo estaba enojado, me había robado el beso que me pertenecía.

Fabiola entendió mi situación y emitió un susurro muy sensual—ven, hermoso, quiero que estés aquí— y con esa frase derritió mi resistencia. Enmarqué su rostro con mis manos y la besé como si no existiera el mañana, como si con cada roce de labios ella se volviera mía y yo le dejara algo de mí. Con los ojos cerrados, sí, beso con los ojos cerrados, sentí el aire frío de invierno meterse entre mis ingles. Mi mamá me había desvestido y con un toque suave de sus dedos finos recorrió mis muslos, luego llegó hasta mis huevos y yo salté. No había sentido nunca algo tan fuerte.

—Shhhh— como si tranquilizara un caballo, mi mamá me regresó a la misma posición y procuré concentrarme en los besos con Fabiola. Completamente erecto ya no podía detenerme. —Métemelo, hermoso— dijo Fabiola con una mirada de párpados a medio cerrar.

— ¿Ya lo has hecho bonita? — preguntó mamá

— Una vez, con papá, me dijo que llegaran fuera para no embarazarme tan chica— pronunció esa silueta desnuda y perfecta de Fabiola.

— Abrázala hijo, no te apresures, comienza lento, siente su ritmo y acompáñala, no luchen. Poco a poco podrás acelerar, sé que eso te gustará, pero inicialmente sostenla como si fuera lo más valioso que has tenido nunca— mi madre, con una felicidad tremenda, se echó junto a nosotros y procuró regresar a las sombras mientras se masturbaba viéndonos.

Por mi parte, lo que comenzó suave y un poco atropellado, ardió con el combustible de la lujuria, apreté a Fabiola contra mí tan fuerte, que quedaron marcas de mis manos en su espalda, marcas de sus mordidas en mi cuello, gritos y gemidos descarriados se unieron al concierto vespertino permanente de Montarás.

Amé a Fabiola, la amé mucho, pasamos todas las tardes en su casa o en la mía, cogiendo como si no hubiera un mañana, rosados y exhaustos, olvidábamos comer, todo bajo el auspicio de nuestras familias. Dos meses pasaron y la voz se corrió. En la escuela los demás supieron que ya éramos activos. Una tarde, en nuestro idilio, Julio, un compañero de la escuela, entró al cuarto de Fabiola y sin decir palabra, la penetró por atrás mientras yo la tenía de frente. Ella gimió de dolor y me enterró las uñas en la espalda. Me detuve, ella era mi Fabiola, así que empujé a Julio.

—¡Lárgate! ¡Estoy con ella! — le grité.

—¿Y eso qué? Si ella me lo pide, me voy— contestó Julio mientras masajeó las tetas de Fabiola desde atrás.

— Sigue, hermoso, sigue— contestó ella, con la misma mirada de trance que me regaló a mí alguna vez, luego volteó su cabeza hacia Julio y, apalancándose con un brazo, lo besó con algunos gemidos intermitentes.

Quería robarla de regreso, provocarle más placer que Julio para recobrarla, pero mi miembro perdió su erección. Evento que se repetiría siempre que amara a alguien. Sólo podía tener sexo, no cariño, en el momento en que me intereso en alguna persona, mi miembro deja de funcionar automáticamente.

Forniqué lo más que pude, pero nunca encontré compañera o compañero, sabía que el amor me costaría el deseo y, en la juventud, siempre preferí el deseo y el placer sencillo.

En Montarás, nuestro pueblo, las parejas se casan con el único propósito de hacer clanes. Sin embargo, todos somos libres de invitar a nuestra casa a quien se quiera con el propósito de divertirnos un poco. Siempre me gustó, no lo niego, poder entrar a una casa ajena y pedir un acostón como si pidiera un vaso de agua. Pero desde que llegó mi Flor, he cambiado, desde que la vi, supe que sería para mí, solamente para mí y nadie más.

Llegamos durante la noche, para que nadie la viera, le pedí que nunca saliera de la casa, que nunca se expusiera para evitar un encuentro casual. Pero, conociendo Montarás, sabía que eso iba a pasar. Sólo que lo evité, vivimos en negación un año, me aparté de mis conocidos y escapé de las fiestas. Siempre tenía un pretexto nuevo, que si me había enfermado, que si se había dañado mi casa.

Con mi Flor, siempre hubo amor y deseo, las dos cosas. Pasé tardes lamiéndola, masajeando sus adentros con mis manos, con mi lengua, con mi miembro. Pasamos días enteros embrutecidos por el placer, agazapados en el cansancio y suspirando en nuestro cariño. Yo la amo y, lo sé, ella me ama.

Un dia de verdad se dañó mi casa, se vencieron las bisagras y se cayó la puerta de la entrada, salí corriendo a buscar algo con qué asegurarla. Cuando regresé, uno de los vecinos adolescentes estaba en mi patio montando a mi Flor, se me rompió el corazón, estaba enojado con él, ella no tenía la culpa, ¿cómo podría resistirse?

Lo eché de la casa a golpes y lo amenacé para que no regresara. Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal. En Montarás, no puedes negar a tu pareja, todos tienen el derecho a la felicidad sexual. La última vez que alguien se negó lo castraron en público.

Atropellado, sin pensar y con el corazón estallando, agarré un bulto de cosas al azar, creo que se me olvidaron las importantes, algo de ropa y a mi Flor. Salimos lo más rápido posible, sin despedirnos de nadie, en franca huída.

Creo que vienen detrás de nosotros. No sé si mantener el paso hasta el final o detenerme y gozar a mi Flor antes de que me castren.

León de Sombras

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