La eternidad
#cuentosDelColapso
Simona, la de los ojos pequeños y piel quebrada, se pasa la lengua por los dientes intentando enjuagarse el sabor a tierra. Tiene todo el día caminando en estos pastizales secos y tierra suelta color talco. Busca en el horizonte con desesperación cualquier cosa, lo que sea distinto, alguna fogata, alguna caravana, lo que sea. Después de la gran explosión esta zona se repobló poco a poco con pequeñas comunidades que tienen sus propias leyes y costumbres. Todo vestigio de aquel país llamado México sólo se encuentra en los cuentos que Simona escuchó de niña. Por eso es importante darse prisa, por eso es importante evitar la compañía, porque la única ley que sigue vigente es la del más fuerte.
La tarde ha encendido al sol lo más fuerte posible y, aunque los años le pesan, Simona, no se rinde. Siempre que encuentra un lugar alto, se toma unos momentos para revisar todo, ella conoce las huellas de varios animales, de carretas, de gente, sólo tiene que poner suficiente atención. Más que una expedicionaria, Simona, se parece más a un tamal vestido con varias capas de ropas viejas. Le cubre la cabeza una prenda raída que le protege del sol, sus pies viejos aunque cansados, avanzan rápido por la costumbre de caminar en despoblado como si lo hicieran completamente de memoria. Ella sólo lleva un morral remendado y ligero en donde carga lo más indispensable.
En la falda de un cerrito, se le aparece un bulto conocido e inmóvil. Simona, desesperada, usa una vara larga como bastón para no caerse y, casi pasa de caminar a correr, mientras que con su otra mano se aprieta el abrigo como si ese ademán le aumentara la fuerza o le hiciera llegar antes. Aunque estaba lejos, Simona, sintió que llegó al bultito gris muy rápido por ir todo el camino pensando en cómo solucionar esta situación.
–¡Mijita! ¡Tania! ¡Ya estoy aquí!– Con sus manos regordetas, raspadas y enmugrecidas, Simona, acurruca a ese bultito gris como la luna creciente envuelve a la noche oscura.
–Revive mi hermosa niña– Simona hace una pausa que le altera el pulso, le reconoce el rostro con las manos. Muy en el fondo piensa que la perdió, piensa que ya no tiene nada que hacer pero en el pecho se le acumulan las palabras que tiene que dejar salir.
Simona, la de los ojos pequeños, traga saliva y deja que de su boca broten las letanías prohibidas. Esas palabras que le prometió a la espada y el escudo nunca más pronunciar: –¡Gran eternidad! Tú que creas y destruyes a los hombres. Decide esta vez por esta alma vieja y regrésame a mi Tania. ¡Gran eternidad! Tú que creas y destruyes…– las palabras se repitieron una y otra vez con la cadencia de la lenta rueda de la carreta de los comerciantes— ¡Gran eternidad! Tú que creas y destruyes a los hombres. Decide esta vez por esta alma vieja…— la de los ojos pequeños está en un trance que sólo acaba hasta que el cuerpo de Tania le devuelve el abrazo.
–¡Abuela, Simona! ¡Me salvaste! Me atoré en una piedra y, cuando me jalé sentí que algo se me rompió en el tobillo, me arrastré un día entero, creía que no te volvería a ver. ¡Gracias que viniste! ¡Gracias! ¿Cómo me encontraste? Y ¿qué son esas cosas que decías? ¿Qué es la gran eternidad?– discurre Tania, una adolescente delgada y menuda, de cabello negro y con una sonrisa parecida a la luna menguante que le ilumina los pequeños ojos a Simona.
–Mi niña, hablas muy rápido– Simona se busca algo en sus ropas gruesas.
–Lo primero es que tomes agua–. Simona le extiende un guaje con el que Tania se atraganta un poco.
–Abuela, sé que eres fuerte pero no me vas a aguantar de regreso. ¿Qué vamos a hacer?– Tania hace una pausa, se encarama más a Simona y, aunque siente esas ganas profundas de llorar, su deshidratación sólo alcanza para vidriarle la vista. –¡Soy una imbécil! ¡No pude encontrar la raíz medicina! ¡¡Mi madre morirá por mi culpa!! ¡Soy una inútil! Soy una inútil…
–No eres una inútil mi niña. Mira…– Simona, la de los ojos pequeños, saca de su abrigo unos cubitos blancos –ten, corazón, te presento a la malanga, ya no tienes que ir por ella hasta la costa. En un par de horas vendrá Alfredo. Dejé marcado el camino y le dije que me buscara si no regresaba en un día. Estoy segura que ya debe de estar por llegar para llevarnos a Ahtle con tu madre.
–¡Pero mentiría! Se supone que debía encontrarla yo y llevarla fresca desde la costa. Si es de caravana no servirá. ¡El remedio no salvará a mi madre!– grita Tania y estruja a Simona fuertemente.
–Mi niña…– Simona, la de los ojos pequeños, deglute saliva que se siente como una rasposa bola de varas secas de mezquite –sabía que algún día te ibas a enterar pero no sabía que iba a ser yo la soplona–. Simona agarra su dije, una pequeña espada que descansa en diagonal sobre un escudo y le pasa el pulgar como queriéndolo limpiar. –A veces a esta vieja cabeza se le olvidan las cosas. Recuérdame lo que significa la espada y el escudo que llevas en el cuello.
–Abu Simona, me estás asustando. ¿Por qué vas a ser la soplona? Además, de todas las cosas no se te puede olvidar la espada y el escudo. Todos sabemos desde chiquitos, desde los cuatro años, que la espada simboliza la fuerza para enfrentar las creencias obtusas y, el escudo, la preparación para defender la razón de las emociones que la nublan. En Ahtle mi madre es la espada y el escudo, por eso nos guía, por eso puede poner nuestras acciones en la balanza del juicio y decidir qué hacer. Ella protege a la razón que es lo más importante para la humanidad.
–Si, ya me acuerdo…– Simona se aleja un poco de Tania y suspira –de lo que también me acuerdo es de Nochi, el lugar donde nacimos tu abuelo, tu madre y yo. En ese lugar abandonamos a tu abuelo.
–¿Qué? Abuela Simona, el calor te está afectando. ¿has tomado agua?– prorrumpió Tania con una frente arrugada. —¡Todos nacimos en Ahtle y mi abuelo murió en una guerra! Eso es lo que me cuenta mi madre todo el tiempo, o cada que se acuerda.
–Tu abuelo era el gobernante de Nochi, de allá venimos, es un lugar más cerca a la gran mancha gris. Juramos no contarlo desde que huímos tu madre y yo.
–¿Por qué esconderlo? ¿De qué huyeron? ¡No tiene sentido!– interrumpió de nuevo Tania.
–Huímos de tu abuelo, de Nochi, de todo en realidad. Verás, corazón, Nochi era un lugar muy bonito y vivíamos bien. Allá la gente sólo tenía una verdad: la eternidad. Mi esposo, tu abuelo, era la voz de la eternidad, la persona que guía al pueblo en los momentos buenos y los malos. El que decide quien está bien y quien está mal–. Simona, la de los ojos pequeños, sacó de su bolsa un medallón con forma de un ojo. –La eternidad es la fuerza creadora que le da sentido a la existencia.
–¡Cállate, Simona! ¡Cállate! ¡Estás diciendo locuras! ¡Supersticiones infantiles! Si mi madre te escuchara usaría la espada en tu contra. Por menos que eso expulsaron a Javier y su familia, ya ves que los agarraron con un altar o algo así–. Tania se tapa la boca con ambas manos y su mirada inquisitiva se clava en los pequeños ojos de Simona.
–Por eso no estoy hablando con tu madre, la espada y el escudo, estoy hablando contigo porque tienes que tomar una decisión importante–. Simona le extiende su mano regordeta y manchada esperando que Tania la tome. –Déjame te cuento una historia.
Tania le da la mano pero sus ojos entrecerrados la escrutan de pies a cabeza como queriendo reconocer a alguien que nunca ha visto.
–Un día el guía del pueblo cae enfermo y su única hija tiene que resolver tres problemas para salvarlo.
–Ya sé... hablas de mi madre y de mis tres pruebas que fallé...– balbucea Tania con desgano.
La palma regordeta de Simona la detiene –No, Hablo de tu abuelo, la voz de la eternidad, y de las tres pruebas de tu madre. El enfermo en aquella ocasión fue tu abuelo, la voz de la eternidad, un hombre recio, de palabras cortas y contundentes. Él le pidió a tu madre, en aquellos días una ferviente creyente, que se casara con la eternidad y que olvidara a su prometido para siempre. Tu madre lo hizo sin chistar, convencida de que eso era lo correcto y lo que se tenía que hacer para salvar a tu abuelo.
–¿Casarse con la eternidad? ¡Eso es estúpido! Todos sabemos que el amor es un invento de los religiosos esos de los que la espada y le escudo nos protegen. Nada bueno viene de tener una pareja, lo único que importa son los lazos madre e hija. ¡Qué asco vivir con un hombre!
–Yo viví con tu abuelo y, para mí esos fueron los mejores años de mi vida, bueno, antes de que todo se complicara y las reglas de la eternidad se hicieran más difíciles, pero déjame continuar.
La segunda prueba, la hoguera de la abundancia, era más difícil, tu madre tenía que convencer al pueblo entero de darles toda su comida y prenderle fuego como parte del ritual de sanación.
–¿Ritual de sanación? A mi me dijo que la comida estaba contaminada y que, para salvar al pueblo, tenía que quemarla toda. ¿La comida estaba bien? ¿El pueblo está pasando hambre por una estúpida prueba? ¡Abuela, Simona, no juegues conmigo!
–La tercera prueba– sigue Simona –la extenuante, era viajar sola durante varios días, enfrentar terribles peligros, ciudades llenas de herejes y costumbres insanas, para conseguir y traer de regreso esto– Simona toma uno de los cuadritos blancos y lo mastica –una deliciosa malanga fresca para una poción mágica que le devuelva la salud al guía del pueblo.
–¡Medicina! ¡Me dijeron que la malanga era para hacer medicina! ¿Todas estas pruebas para qué? ¿Qué estoy probando?– pregunta Tania con voz temblorosa, dientes pelados y ojos encendidos de una mezcla de incredulidad y rabia.
Las manos regordetas de Simona capturan a las de Tania con un ademán muy suave que la calman un poco –Como mi esposo, la voz de la eternidad, le dijo a tu madre: Es una prueba para ti, para saber si eres capaz de gobernar.
Tania se sacude la mano de Simona –¿Entonces mi madre no se está muriendo? ¿Sólo está jugando conmigo?
–Mi querida Tania tu madre está muy mal y le queda poco tiempo. Por eso las pruebas, porque quiere que tomes su lugar cuando ella se vaya.
–Y como fracasé esa maldita te mandó para convencerme de terminar ¿verdad? Para convencerme de que regrese. ¿verdad? ¿verdad?– Tania se encorva y se aprieta la cabeza con sus manos como si al sobarse pudiera aligerar la realidad –¿Qué le pasó a mi abuelo? ¿Por qué huyeron de ese lugar?
–Cuando tu madre se enteró de que todo lo que creía era una mentira, decidió abandonar la fe en la eternidad y me convenció de huir con ella para empezar en un nuevo lugar donde sólo la razón existiera. Tu madre, la espada y el escudo, fundó Ahtle y creó todas las reglas. Me hizo prometerle que jamás hablaría de la eternidad, ni de tu abuelo, ni de Nochi. Abandonamos todo–. Simona, con dos finos hilos de lágrimas, se incorpora con mucho pesar y lentitud. Abraza y besa a Tania tierna pero fuertemente, como queriendo sacar todo el jugo a una naranja que jamás volverás a probar. Simona baja la vista y, como si la tierra le hubiera revelado un secreto, se decide a dar unos pasos.
–¿Por qué me cuentas todo esto Abu Simona?– cuestiona de nuevo Tania, la de la sonrisa de luna, y sigue con la mirada a su abuela como quien sigue a un caracol de jardín.
–Porque no debe ser así. La divinidad y la razón se convirtieron en simples excusas para gobernar. No debimos abandonar a mi esposo en Nochi. Tú no debes cargar con el odio de tu madre ni sembrarlo en el corazón de tus hijos por las ideas de quién sabe quién–. Para este momento, Simona, la de los ojos pequeños, ya está casi de espaldas a Tania y es evidente que piensa partir. –Quiero que pienses todo lo que te conté y, que cuando llegue Alfredo, permitas que te lleve de regreso para que acompañes a tu madre en su partida. Si no lo quieres, puedes decirle a Alfredo que te lleve a cualquier lado, le dije que haga lo que tu digas. Esa es la decisión importante que debes tomar.
–¿Abuela, a dónde vas?– le grita Tania a la espalda de una Simona que se aleja.
Sin voltear, Simona, se confiesa –Voy a regresar a Nochi, allá quiero pasar mis últimos días– Simona se detiene en seco, gira y mira con esos pequeños ojos lagrimosos a Tania. –¿sabes? Tu madre si logró conseguir malanga aquella vez.
Tania sonríe, se limpia las lágrimas que por fin comenzaron a brotar y hace el esfuerzo para no quebrar su voz –Sí, pero ella no perdonó al abuelo.
León de Sombras