La condena
#cuentosDelColapso
El comerciante principal se abre paso entre el tumulto que se agolpa en el claro polvoso, su autoridad está cimentada en sus bienes y en sus años, pero sobre todo, gran parte de su autoridad emana de una cachucha azul deslavada y vieja. Don Sexto sólo usa esa cachucha cuando tiene que hacer un gran negocio, presentarse ante jefes locales o dirimir disputas.
En el claro polvoso, la gente está vuelta un enjambre que sacude a un muchacho de lado a lado. A su paso, la gente se va quedando quieta y en silencio. Es como si la cachucha azul tuviera algún tipo de encanto que los apaciguara con su sola presencia.
–A ver, a ver, calmados y me dicen qué pasa —gritó don Sexto.
Doña Cuarta, con los ojos inflados de coraje, contesta –¡Pues agarramos a este pendejo y vamos a hacer justicia! —y le soltó un golpe en la cara al joven acorralado.
–A ver, ya saben que si estaba robando se le corta una mano, no veo por qué lincharlo —comenta don Sexto, cansado de tener que repetir las mismas cosas una y otra vez.
–¡Bueno fuera! Este pendejo compró unas cosas en mi tienda, luego se fue a la tienda de don Tercero, entró como si nada y luego, se puso como loco y le clavó una varilla en el pecho. ¡Lo dejó ahí tendido y se iba a echar a correr! ¡Menos mal que les dije a mis muchachos que lo agarraran! —relató doña Cuarta.
El joven, sometido por tres hombres, se notaba excitado y enojado al mismo tiempo. Estaba todavía tan impactado por los sucesos, que sólo jadeaba rápidamente.
–Eso sí está más cabrón, creo que tenemos que ahorcarlo —dijo don Sexto como meditando la condena.
Apareció de entre la gente otra figura, un hombre maduro pero considerablemente más joven que don Sexto. Era don Segundo, que con ecuanimidad interrumpió —Creo que tenemos que escuchar al joven antes que otra cosa, además, aquí decidimos entre todos los comerciantes ¿qué no?
—Así mero mi querido Segundo, pero no veo realmente qué tanto buscarle —afirmó don Sexto haciendo un esfuerzo por sonar calmado.
Don Segundo, que veía en el joven un aire de familiaridad o de nostalgia por el hijo que perdió, estaba notablemente interesado —¿Por qué lo mataste? Explícate— le demandó al joven.
El joven, ligeramente más tranquilo por el aura que emanaba don Segundo, pudo finalmente articular —No soy un ladrón, no lo maté para robarle. Ya le había comprado tamales y, cuando el viejo me regresó el cambio, pude verle el tatuaje de pantera negra que tiene en el antebrazo.
—¡Ora resulta que lo matastes por tatuado! Yo sigo diciendo que lo quememos vivo —increpó de nuevo doña Cuarta, todavía con odio en los ojos y rictus en los labios.
—¡Deja que hable mujer! ¿Qué chingados tiene que ver su tatuaje con que lo atravesaras como pollo? —preguntó don Sexto.
El joven continuó —Cuando era niño, él me robó de mi casa. Por las tardes, cuando él regresaba, me desnudaba y me acostaba boca abajo. Recuerdo muy bien ese pinche tatuaje sudoroso pegado junto a mi cara. Luego ese dolor, ese ardor... Aprendí a no gritar porque eso lo provocaba más.
—Es obvio que el joven actuó en venganza como cualquiera de nosotros lo haría, creo que debemos liberarlo —dijo don Segundo como intentando convencer a los demás comerciantes.
—¡No! Eso no se va a poder ¿Qué va a pasar si se sabe que dejamos ir a alguien que, ya no digamos que nos robó, sino que vino hasta aquí y mató a uno de nosotros? Mañana serías tú, Sexto —intervino doña Cuarta— ¡Vayamos preparando la leña!
Don Sexto los miró a todos, luego miró al piso, campaneó su cabeza de lado a lado como estirándose para hacer ejercicio y, desde la cachucha azul sonaron las palabras de la sentencia —Es verdad, Segundo, que este muchacho actuó en venganza, creo que cualquiera tiene derecho a la venganza —giró su vista hacia doña Cuarta— y también es verdad, Cuarta, que no podemos permitir que nadie se vaya de aquí sin castigo por haber dañado a uno de nosotros. La mejor solución, si todos votamos a favor, es que lo condenemos a la esclavitud.
—¡No! ¡Qué lo quemen! —volvió a gritar doña Cuarta, pero su grito se encontró con el muro de silencio de los asistentes que evitaban tomar partido.
Don Sexto continuó —Veo que tú, Segundo, le tienes especial cariño al joven por la manera en la que tu hijo murió. Tú serás su amo. Para tí, Cuarta, pasan las posesiones de Tercero, excepto los esclavos, esos, como acostumbramos, pasan a manos del mayor rango, son para mí. ¿Ya estamos? —pasó su mirada por los ojos de los comerciantes de alto rango, todos aprobaron mudamente, incluso doña Cuarta.— Bien, acomoden al joven en el corral de Segundo, todos a sus negocios.
El joven fue llevado al corral de don Segundo. Ahí se le trató muy bien, le quitaron sus harapos y le fueron puestas ropas que parecían hechas a la medida. No era el joven un sultán, pero tenía un semblante digno. Don Segundo le encargó tareas desde el primer día, que cargara unos bultos, que separara ropas, que limpiara animales. El joven, tal vez muy acostumbrado a servir, lo hizo sin ningún problema.
La comida, nunca más de la necesaria, siempre se servía en la tarde noche, cuando la luz del sol se anaranjaba y era momento de regresar al corral. En esas noches el joven conoció a los otros esclavos, cada uno tenía una tarea específica y eran celosos de sus habilidades. La primera semana escuchó cuchicheos que le mencionaban; él, por su parte, no alcanzaba a entender lo que decían y tampoco le importaba mucho mientras que no se metieran con él.
Los cuchicheos no se acabaron hasta que terminó la primera semana, su periodo de gracia, si se quiere pensar así. Esa tarde, fue llamado a comer a la habitación de don Segundo. Ahí fue recibido en la misma mesa que su dueño y compartieron la misma comida.
—Veo que ya te acostumbraste a tu nueva vida —dijo don Segundo con un tono muy serio, como evaluando la conducta del joven y, sin dejarlo contestar, prosiguió—. Me han dicho que has hecho todo lo que se te ha pedido, eso me parece bien, eso es todo lo que se espera de un esclavo, nada más y nada menos.
El joven se apresuró a robar la palabra —Don Segundo, quería agradecerle por haberme defendido, si no hubiera sido por usted, yo ya estaría muerto —y después tomó una rebanada de un pan para devorarla.
—No soporto que se termine con la vida humana tan precipitadamente, soy de los que opinan que siempre hay una resolución no agresiva a los conflictos —se jactó don Segundo.
—Es muy raro encontrar personas así estos días —contestó el joven con la boca llena dejando ver comida a medio mascar.
Don Segundo sacó una pipa de madera que limpió con un pedazo de papel que había servido como servilleta en la mesa. Mientras se tocaba por todos lados, como buscando algo, le respondió —Nuestra civilización es historia vieja, como don Sexto, que todavía cree que su poder emana de la cachucha azul. Quiero pensar que nosotros tenemos el deber de reconstruir lo que fuimos —Sacó de una bolsita de manta amarrada con mecate un poco de tabaco que dejó caer dentro de la boca de la pipa, la llenó al ras, apretó con los pulgares el tabaco, decidió llenarla un poco más y aspiró un poco después de ponérsela en la boca—tráeme esa vela que está encendida.
El joven se levantó y trajo, desde una pequeña mesa, una vela delgada que le entregó a don Segundo.
—¿Sabías que antes de la guerra había un gobierno muy grande aquí? Era una gran ciudad con mucha gente comprando y vendiendo de todo —Don Segundo balbuceando un poco y envuelto en borlas de humo que salían de su esfuerzo por encender la pipa, no esperó respuesta y continuó— creo que le debemos a ellos hacer una mejor sociedad y no lo vamos a lograr matándonos.
El joven, que había dejado de escuchar por un momento la arenga de don Segundo, se encontró masticando un pedazo de pollo que recién había tomado. Un poco fuera de lugar se limitó a asentir con la cabeza.
Don Segundo se llenaba los pulmones con humo y la vista se la llenaba con la imagen del joven devorando alimentos. Permanecieron en silencio un tiempo hasta que el joven desapareció todo lo comestible de la mesa. Atrapados en el silencio incómodo, el joven paseaba sus ojos por los recodos de la tienda. Grandes postes de madera sostenían la manta gruesa que hacía de paredes. Mucha mercancía empacada impecablemente y otra tanta tirada por aquí y por allá, como si uno de sus empaques hubiera explotado.
—Pues ahora que ya reposamos la comida, ya podemos continuar —rompió el silencio don Segundo— levántate y ven —ordenó don Segundo y se puso de pie.
El joven lo hizo, se paró a su lado esperando seguirlo para que le asignara una nueva tarea, pero don Segundo no se movió, en lugar de eso recorrió el cuerpo del joven con sus ojos, como inspeccionando una yegua y le ordenó —quítame la ropa —y el joven así lo hizo—. Ahora desvístete tú.
—No, don Segundo —dijo tajantemente el joven.
Don Segundo, que ya estaba autoerotizándose, le preguntó —¿Por qué no?
—Porque por eso maté a Tercero, porque me obligaba.
—Pero eso es diferente, Tercero hizo mal porque te raptó. Él no tenía ese derecho. Tu buscaste tu venganza y se te concedió. Ahora es distinto.
—¡No lo es! Quiere de mí lo mismo —contestó el joven enojado.
—Recuérdame, ¿cuál fue tu condena?
—Ser su esclavo.
—Quiere decir que tengo todo el derecho sobre ti, como lo tengo sobre mis caballos y sobre ésta mesa. Si quiero, puedo quemar la mesa y comerme a mis caballos. De tí sólo quiero placer. Recuerda que yo salvé tu vida. ¿Ya se te olvidó lo agradecido que estabas?
—No, le sigo agradecido.
—Bueno, entonces agradécemelo así —don Segundo se acercó al joven y con caricias lentas, le quitó la camisa. El joven intentó evadirlo y le tiró un manotazo— ¿Quieres perder esa mano? puedo hacer que te la corten y de todos modos voy a tener placer de ti. Esto va a pasar por las buenas o por las malas —y señaló instrumentos de madera y metal que difícilmente ocultaban su propósito sádico— ¿Quieres que llame a los demás para convertirlo en tu bienvenida o lo dejamos en privado?
El joven, con la piel erizada y el desánimo en los ojos, bajó la cabeza.
—Eso pensé —luego don Segundo se hincó, le quitó los pantalones y le chupó suavemente el miembro. El joven, todavía encerrado en sí mismo, no reaccionó, no pudo tener una erección—. Siempre pasa la primera vez, pero ya te acostumbrarás —don Segundo se incorporó, giró al joven, lo abrazó por detrás y besó su cuello. El joven se limitaba a no sentir, a negar lo que estaba ocurriendo. Don Segundo lo sodomizó muy lento, muy delicado y, poco a poco, aumentó en fuerza hasta que el joven dejó escapar quejidos acompañados de lágrimas que escurrieron hasta el antebrazo tatuado con la pantera negra de don Segundo.
León de Sombras