Cristales Lujuriosos
#cuentosDelColapso
El auto avanzó entre coches vandalizados, gente que camina aprisa con miedo en sus ojos, otros autos que, con incertidumbre, no dudan en robarse los altos. Dos o tres choques en el mismo eje vial, no importa, seguimos de frente. Nuestro destino es la casa de mis padres. Daniel, mi pareja, y yo, tomamos la decisión de dejar la casa atrás y cargar con lo indispensable para sobrellevar estos días funestos con caras conocidas.
—Llevamos una semana sin luz ¿crees que ellos tengan agua? —le pregunto a Daniel queriéndome formar una esperanza.
—Por la luz no te preocupes, hemos sobrevivido sin ella y la cisterna de tus papás es enorme. Lo que me preocupa es la comida, ya nadie está vendiendo nada y ya no tengo efectivo. ¿Tú tienes?
—Me quedan dos mil pesos que es nada y ya ves, los pinches bancos ya no tienen ni sistema, ni efectivo.
—Pinches los chinos, se la mamaron con su hackeo —Daniel me mira y recuerda que Sofi, mi hija, viene atrás—. Perdón —me dice. Y es que dos semanas atrás EEUU expidió una ley para boicotear a China, México suscribió el tratado y como represalia China hackeó casi todos los sistemas que tienen partes electrónicas chinas. Nos dejaron sin dinero, sin luz, sin agua y sin alimentos en la Ciudad de México.
Dimos la vuelta y seguimos por el eje seis. Íbamos rumbo a Iztacalco hasta que llegamos a una tienda de abarrotes, de esas de medio mayoreo. Una turba había expulsado al vigilante que ahora, solitario, sentado en la esquina del eje, se agarraba la cabeza para detener una hemorragia escandalosa.
—Ten Sofi, mira este muñeco —le pasé un pañuelo mal doblado para distraerla.
Un golpe hueco en la camioneta me espantó, nos habían cerrado el paso tres tipos que jalaban una plataforma o diablo, con un palet de latas de atún. Armados con una pistola pequeña nos amagaron.
—¡Bájate puto! ¡Dame las llaves y pórtate bien putito! —le gritó a Daniel el que traía el arma y un pantalón rojo encendido.
—Dame chance, traemos una niña, no seas así —intentó negociar Daniel. Ya lo había hecho antes. En un asalto, hace dos años, le pidió al asaltante que le dejara el chip de su celular y el caco accedió. Se pusieron a desarmar ahí mismo el aparato mientras yo me hacía chiquita del susto.
—¿No estás oyendo putito? te dije que te bajaras. Me voy a chingar a tu vieja ¿quieres ver?
Me apuntó con el arma, para ese momento ya teníamos a otro de los tipos, uno de cabello corto casi a rapa y con un incisivo postizo de oro, jalando desesperadamente las manijas de las puertas de Sofía y mías. Mi niña estaba tan asustada que enmudeció, pero podía escuchar sus gritos en sus ojos temerosos y llenos de lágrimas. Daniel me buscó la mirada, sin hablar me pedía disculpas, abrió los seguros de las puertas.
—Ten las llaves, llévate la camioneta —Manos abiertas en el aire caminaba lentamente Daniel para entregarles el llavero. DIENTE DE ORO ya nos había empujado al otro carril y estaba aventando cajas de atún a la camioneta. Abracé a Sofía y cuidaba con la vista a Daniel. Ya había entregado las llaves y venía hacia nosotras.
Un perfecto cualquiera, de barba cerrada, cabello de a dos dedos de largo y lentes de metal pequeños con cristales lujuriosos, salivaba con sólo ver a Sofía con esa mirada lasciva. —Yo quiero a esa niña —dijo CRISTALES LUJURIOSOS y, a unos pasos antes de que la agarrara del brazo, Daniel le cambió el rumbo de un empellón. Los cristales lujuriosos se quebraron cuando martillaron el piso y más tardó en regresarse el armazón sobre la nariz que en amarrarse en un nudo de golpes con Daniel.
PANTALONES ROJOS, el del arma, gritó haciendo hebras de baba —¡Ya cabrones! —Cortó cartucho y de dos pasos los encañonó, pero ninguno de los dos se detuvo, seguían hechos una bola de gritos y sangre. Entonces avanzó hacia mí. Fue muy rápido. Jaló a mi Sofi y me dobló como a silla de fiesta con un golpe en el estómago. Sentí que los ojos no me cabían en las cuencas y gateaba intentando alcanzar el aire que me había sacado.
—¿Por ésta pelean? —Y así, sin tocarse el corazón, sin mirar lo que estaba provocando, las vidas que estaba borrando, PANTALONES ROJOS, la durmió con el beso de su pistola caliente. Sofi cayó de frente, ni siquiera la detuvo, dejó que se raspara la carita. No escuché el sonido del cuerpecito estrellándose, en cambio, pude oír cómo se me rompía ese pedazo que contenía mis razones de vivir, mi humanidad.
—¡Pendejo…! —No supo qué más decir Daniel, nunca lo había visto exhalar tanto odio, me duele tanto no haber podido gritar, no le pude gritar a Sofi. Cerraba los ojos para limpiar las lágrimas, pero seguían saliendo. Intentaba jalar aire del asfalto, pero el odio, la desesperación… sí, el pinche odio me estaba comiendo viva. CRISTALES LUJURIOSOS y Daniel se habían separado y, ambos furiosos, atacaron a PANTALONES ROJOS.
Tras la segunda detonación del arma, CRISTALES LUJURIOSOS, se desmoronó. Luego la tercera detonación. Yo seguía a gatas con la mirada en el cuerpo de Sofi cuando el arma aterrizó en el piso, cayó a su lado. Daniel, molido y ensangrentado, se la tiró del brazo a PANTALONES ROJOS después de recibir la tercera detonación. Daniel no se volvió a poner de pie. Como un símbolo, el arma junto a Sofía, apuntaba a PANTALONES ROJOS.
No sabría describirles mi semblante, pero debió de haber sido tan descompuesto que pude ver el terror en los ojos de PANTALONES ROJOS. Fueron, si acaso, diez segundos nada más, pero necesitaba provocarle ese horror. Él me había robado mi vida y ahora tenía que pagármela eritrocito por eritrocito.
Le apunté al pie, no le di. Le apunté a la pierna, no le di. PANTALONES ROJOS se encogió como viejito cubriendo su desnudez, no dijo una sola palabra, creo que sabía lo que le iba a pasar. Le apunté más arriba, al muslo, y finalmente conseguí darle al pie. Se dobló de dolor, ¿dónde estaba ese grito valiente? Se lo iba a sacar a balazos.
DIENTE DE ORO, al verme con el arma dejó las cosas e intentó correr. No se fue muy lejos. ¿Saben?, es más fácil darle a alguien que corre en línea recta. No alcanzó a llegar a la otra cuadra.
Volviendo con PANTALONES ROJOS le pegué un tiro al otro pie, sus tenis blancos ya combinaban con su pantalón. Me seguí con una rodilla. Ahora si ya estaba aullando. Fue hermoso el hueco que quedó en lugar de rótula. Se cubrió con las manos, se revolcaba, lo esperé, quería que lo sufriera, quería disfrutarlo. Era muy extraño, mis ojos hinchados pero secos; mi respiración antes agitada, se había calmado casi por completo. Lo estaba disfrutando en una paz interna, como en una comunión con su dolor. Serena me acerqué más, le busqué las manos que usaba como protección, le volé las dos. Recogí dos dedos que quedaron en el piso y se los acerqué. —Quédate con el cambio —le dije.
Fui por Sofi, la levanté y la guardé en la camioneta. Daniel me costó más trabajo, pero terminé arrastrándolo igual adentro. Quería llevarlos a algún lugar, pero no sabía a dónde. Solo quería irme de ahí, manejar de regreso a casa y encontrarlos sonriendo. Las calles estaban desquiciadas: gritos, detonaciones, desastre. Un claxon pegado que se escuchaba cada vez más fuerte me hizo voltear a mi derecha. Un autobús verde, “Apatlaco” decía su rótulo, fue lo último que vi antes de que nos embistiera.
León de Sombras