Bolivar
#cuentosDelColapso
Sonó el celular como a las cinco de la mañana. Joaco apareció en el identificador de llamadas. <<Pinche Joaco, ¿por qué me llamará a esta hora?>>, pensé todavía algo pendejo y por tener los ojos pegados con lagañas.
—¿Bueno? —contesté.
—¿Ya supiste? ¡Ya cayó la primera bomba! —me dijo Joaquín como con un ánimo festivo, como excitado.
—¿No mames, ya? —le contesté ahora bien despierto, y es que ya nos traían una semana con esa noticia encima: la escalada de amenazas entre EEUU y China. Finalmente hoy, tras las movilizaciones de China por el mar, EEUU amenazó con bombardear y lo cumplió.
—Ya, impactó Shenzen, le acaban de dar en la madre a todas las importaciones que traemos. Oficialmente ya no tengo trabajo. Esto se va a ir al carajo —Luego se rió profundamente con una mezcla de nervios y excitación.
—¿A dónde te vas a ir? Si la guerra estalla, de seguro China se carga al gabacho y a nosotros nos lleva entre las patas nada más por estar cerquita ¿Qué piensas hacer? —pregunté. Si alguien de todos mis conocidos tiene la forma de pagarse una salida exprés de México, es él. Hizo su fortuna gracias a su carisma de vendedor. Puede convencer a cualquiera de comprar hasta bolsas con aire.
—No hay mucho que hacer, Sedita —Así me llamaba él, “Sedita”, porque la verdad soy una persona que siempre muestra bajo perfil y, además, comercio todo tipo de telas para la fabricación de ropa. Así lo conocí. Un día el canijo se enteró que Presidencia estaba licitando la compra de telas para uniformes y, pa pronto que se puso a buscar a alguien que le hiciera el paro consiguiendo la tela a buen precio. Ahí aparecí yo. Otro día llegó con otra licitación, ahora de tapetes, pues el vende lo que le piden, no se especializa en nada. Y así me convertí en su proveedor de confianza. Si no lo tengo, se lo busco con mis contactos, unos cuantos judíos, otros tantos libaneses, otros chinos, lo muevo todo—. Ya valió madres el planeta. Mis contactos me dicen que nos va a cargar la chingada. Ya no hay marcha atrás. La neta, la neta, ya tengo un yate en la marina de Vallarta, ya guardamos un montón de dólares en la caja fuerte, lo único que se me ocurre es Australia —Que el Joaco me saliera con eso, era algo para tomarse en cuenta, ese güey siempre ha estado bien conectado. El Joaco, después de una pausa, retomó la llamada:
—No te invito porque la verdad ya no cabemos, va toda mi familia. Si puedes agarra un vuelo al sur. Llévate lo indispensable, pero vete largando. Bueno, ya pensarás —Hizo una pausa corta como para tomar valor —. La neta la llamada es para otra cosa. Necesito que me hagas un paro, como siempre, sé que lo puedes hacer. Me voy a la chingada en tres días y nunca más regreso. ¿Te acuerdas de la pinche negra esa? ¿La Fabiola?
Fabiola es mi asistente. Llegó a México desde Haití cuando las cosas se pusieron muy feas por allá. Entre otras cosas, se hace cargo de la administración de los negocios grises que manejo. Por las tardes es maestra de Zumba y tiene uno de los cuerpos más torneados que he visto en mi vida. Desde que llegó me pareció una de las personas más interesantes, con un gran ánimo de vivir y de sacar a su familia adelante. Paulo, su hijo, se quedó en la isla, esperando a su madre, esperando ese futuro mejor. De inmediato congeniamos, no sólo por su buen desempeño laboral, también por la alegría que le da a la oficina con su chispa.
El Joaco siempre la trató bien por teléfono, pero cuando la conoció en persona y vio que era negra, el güey la corrió de su oficina y, mentando madres, me habló para decirme que la despidiera, que no podía trabajar conmigo si ella estaba ahí. Obviamente no la corrí, seguí trabajando con ella, pero para no perder el contacto, hice que otra auxiliar se comunicara con Joaquín para todo.
—Sí, sí la recuerdo. ¿Qué necesitas?
—Pues aquí en confianza, y como sé que ya todo valió verga, quiero que me la pongas.
—¿Que te la ponga cómo, Joaco? No te entiendo.
—Sí, pinche Sedita, como en la peli de Hostal, enciérramela en una pinche bodega fea de esas que tienes y déjame a mí darme mi gusto. Quiero romperle sus pinches huesitos, cortarla, mutilarla, ya hasta estoy pensando en las herramientas que voy a usar. Es lo último que voy a hacer aquí antes de irme.
—No mames, Joaco, eso sí está muy cabrón, suenas bien pinche orate —le contesté.
—A ver, pinche Sedita, no me vengas con tus baños de pureza, si bien que drogaste a la morrilla de prepa para chingártela en esa peda, ¡tengo los videos y todo!
—No mames, pinche Joaco, ¿me sigues cobrando esa? Si esa vieja tu la llevaste y dijiste que la habías traído especialmente para mí. Yo no sabía que era menor de edad. Además, ya te lo pagué con otros favores. Me vale si mandas esos videos y ya dijiste que todo ya valió madres, ya ni a quién le interese eso.
—Ya sabía que te iba a costar trabajo cumplirme mi deseo, ¿qué si te digo que tengo un millón de pesos en oro que puede ser tuyo? Todo mundo tiene un precio, y ese es muy buena paga. Además, es una pinche negra, es casi como un animal, has de cuenta que mandaste una vaca a un rastro.
Tenía ganas de colgarle el teléfono y no contestarle más, pero Joaquín no es una persona a la que se le pueda colgar el teléfono y salir ileso —Joaco, tú sabes que me aviento, hemos cambiado pesos, densidades de material, países de procedencia, falsificado papeles, pero una cosa es fraude y papeleo burocrático, y otra cosa es desaparecer una persona.
—Mira, Sedita, la neta me caes a toda madre, me has hecho el paro cuando lo he necesitado, pero quiero esa pinche negra. Necesito arrancarle su pinche piel de mierda y cogérmela mientras se desangra. Se la perdoné porque la estimas, pero ahorita lo más probable es que todos valgan madres, qué más da si se muere solita o si la mato yo. Además es una pinche vieja, de esas hay muchas.
—Joaco, no me hagas esto, tú tienes gente, puedes hacerlo tú mismo. Búscate otra vieja, como las que desaparecen a diario.
—No, mi Sedita, no entiendes el pedo. La quiero a ella, a la pinche golfa negra que amamantas. Yo no tengo su dirección y mi gente va a tardar en encontrarla, aparte, tienes que ser tú, quiero que tú la acorrales y me la pongas.
—No, Joaco, no va a pasar. Te dejo, voy a hacer planes para irnos —Intenté terminar la llamada.
—Mira, pinche Sedita, mañana por la tarde voy a ir a la bodega de Bolívar —En esa bodega, en la calle de Bolívar, movemos la mercancía de contrabando— y tiene que estar la Fabiola. Ahí mismo te dejo la caja con granalla de oro. Pero si no está, los que van a sufrirla van a ser tus hijos. Tú sí sé dónde vives, de hecho saluda, afuera está el Chui, va a seguirlos para que no se les ocurra pelarse. ¡Abrazo! —Colgó.
—¿Qué pasó amor? —preguntó mi mujer, Verónica, quien se despertó cuando regresé a la cama.
—Nada, el pinche Joaco que quiere algo muy cabrón, no sé qué hacer.
—Ya te dije desde hace rato que dejes de hacer negocios con él, sólo te agrava la úlcera. ¡Ah! oye, mañana hay que llevar a Raulito a una excursión, le prometiste que irías —dijo mi mujer y se tapó con la almohada la incipiente luz del alba. Estos veinte años de casados le dan la perfecta pauta para leerme y saber que las cosas andan mal. Siempre ha sido así, muy aguzada para los temas prácticos, más de una vez le he pedido consejo para proceder en algún negocio.
La bodega de Bolívar es grande, oscura y muy vieja. Es un lugar de uso comercial, con todo lo que bajar precios implica: poca pintura, pocos remiendos, algunos muebles de plástico viejos, piso de firme de concreto que se ha ido descarapelando hojuela por hojuela, rayones de crayola en las paredes; en fin, es un lugar de trabajo únicamente, pero por su ubicación es el mejor sitio para enviar y recibir mercancía. Dicen que el mejor anonimato es la muchedumbre y con tanta gente entrando y saliendo del centro de la ciudad, nuestras operaciones pasan muchas veces desapercibidas.
Estoy nervioso, miro el celular y noto que ya casi son las seis, la hora a la que siempre se aparece el Joaco. Espero que dios me perdone por lo que voy a hacer, pero no tengo muchas opciones. Tengo que proteger al amor de mi vida y no voy a poner en riesgo lo que he construido estos últimos años. Con el Joaco nunca se sabe, pero nunca ha faltado a su palabra. Si dice algo, lo cumple. Quiero ese oro. Quiero poder escapar sin daños, huir a la Argentina, a Chile, no sé, a Brasil. Y si eso cuesta una vida, pues que así sea. Aunque después de esto no creo poder dormir de nuevo. No sé si ese oro lo vale.
Una camioneta negra polarizada precede a un mercedes convertible blanco. Es el Joaco. La puerta, que da el paso a los autos y a la luz de la tarde, se vuelve a cerrar para dejarnos de nuevo en penumbras con los focos ahorradores, porque hay que ahorrar.
Completamente de blanco, el Joaco, pisa con sus zapatos de vestir la sucia bodega —¡Chui, baja la cajita! —grita para que, Jesús, abra la cajuela y sin mucho esfuerzo, cargue en sus brazos una caja mediana de madera. —¡Sedita! ¿Cómo estás cabrón? ¿Ya listo para el fin del mundo? —pregunta sonriente el Joaco, como si fuera a comprar sandías o cualquier otra cosa cotidiana.
Serio y sin ánimo hago el esfuerzo por contestar:
—Todo bien, Joaco, sobreviviendo.
El Chui se acerca, destapa la caja y en el centro hay varias bolsas ziplock con pequeñas bolitas de oro, como palomitas de maíz radiantes.
—Mira Sedita, es un millón de pesos, bueno, un poco más, para que te alivianes pa la huída. —medio grita el Joaco como jactándose de su magnificencia.
Yo miro fijamente las bolsitas. Tengo lista la balanza, la prueba química, todo para validar la autenticidad del pago, pero siento que es el oro de Judas. Creo que al tocarlo me quemará las manos y no podré olvidar la sensación de vender a esa mujer que estimo tanto.
—No hace falta revisarlo, confío en ti, Joaco —digo, trago saliva, miro al piso y enfrento mi destino— ¿Vas a cumplir tu palabra, verdad? Prométeme que nos dejarás ir.
—No mames pinche Sedita, siempre cumplo, tú lo sabes. ¡A ver, putos, váyanse mucho a la chingada, si algo pasa yo les llamo! —gritó el Joaco y la Suburban, en reversa, es parida por la bodega con todos sus guardaespaldas—. Ahora sí, quiero verla.
Con una mirada distorsionada por la lupa de las lágrimas, señalo a un pequeño privado que deja ver un bulto con forma de silueta humana, su cabeza está cubierta con una bolsa de tela, atada de pies y manos, sentada en una silla.
—¡Ah, qué mi Sedita! Si ya sabía que la Fabiola era tu amante, cabrón. Y no sabes cómo me emputó darme cuenta de que te estabas revolcando con esa negra malparida. Así que te estoy haciendo un favor. Vete a llorar a otro lado o quédate a ver lo que pasa, pero deja de estar chillando.
Empecé a caminar a la salida, a donde está ese coche esperándome con la mujer que amo. Antes de abandonar el lugar, cargado con la caja de madera, escuché gritar al Joaco:
—¡Pinche Sedita! ¡Esta es Verónica! ¡Tu mujer!
León de Sombras